El argelino Lakhdar Boumediene pasó siete años (2002-2009) enjaulado en Guantánamo sin que jamás fuera acusado ante un tribunal de delito alguno. Boumediene evoca aquella kakfiana experiencia en un artículo publicado hoy en el International Herald Tribune y ayer en The New York Times (My seven-year Guantánamo nightmare).
Lo peor, cuenta, fue que sus hijas crecieron sin poder verle ni una sola vez en esos siete años, ni tan siquiera hablar con él por teléfono. Las pocas cartas que recibió de las pequeñas, muchas menos de las enviadas, estaban “tan duramente censuradas que sus mensajes de amor y apoyo se perdieron”.
En septiembre de 2001, Boumedienne trabajaba en Sarajevo como director de un centro de ayuda a niños huérfanos de la Media Luna Roja (la denominación de la Cruz Roja en los países musulmanes).
Tras los atentados de Nueva York y Washington, fue capturado por esbirros norteamericanos y trasladado en avión a Guantánamo. Solo fue liberado cuando el Tribunal Supremo de Estados Unidos (caso Boumedine vs Bush) ordenó al Gobierno de ese país que procediera a acusar formalmente al detenido de algún delito concreto y, en consecuencia, exhibiera las correspondientes pruebas.
El Gobierno no presentó cargos y el argelino fue excarcelado. Ahora vive en Francia con su familia.
Situado en una base militar estadounidense en la isla de Cuba, Guantánamo (¿presidio sin control judicial? ¿campo de concentración? ¿campo de exterminio? ¿producto estrella del Gulag norteamericano?) cumple este miércoles 11 de enero su décimo aniversario.
Ahí siguen todavía 171 hombres, pese a las promesas de Obama de cerrar ese paradigma universal de la infamia si llegaba a la Casa Blanca.
Por Guantánamo han pasado más de 800 presos. Los 171 que siguen “saben que no van a salir vivos” de allí, según escribe Reverter. De hecho, los dos últimos que escaparon al infierno lo hicieron dentro de un ataúd, uno tras suicidarse.
EL PAIS