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Cadáver insepulto de Lenín permanece inalterable al tiempo

28 enero, 2011

Después del derrumbe de la Unión Soviética, la momia de Lenin continúa en su mausoleo. Ha sobrevivido a varios atentados y a quienes quieren enterrarla, y ya no la visitan legiones de fervorosos seguidores. Pero el símbolo de la Revolución no corre peligro. Zbarski, el único de los embalsamadores que sigue vivo, cuenta para el la sorprendente historia de la momia.Y precisa: “Nada es eterno”.

Cuando a finales de marzo de 1924 los profesores Vorobiov y Zbarski sumergieron por primera vez el cadáver de Lenin en una viscosa mezcla de glicerina y acetato de potasio, pocos imaginaban que aquella momia de carne y hueso sobreviviría incorrupta a la descomposición de su propio régimen, acaecida el 25 de diciembre de 1991, hace justo una década. Transcurridos 78 años de la muerte del fundador de la Unión Soviética, sólo exiguas comparsas de nostálgicos y de turistas morbosos alimentan hoy un culto que durante medio siglo adquirió dimensiones faraónicas y convirtió el mausoleo de la Plaza Roja en la meca del comunismo, con más de un millón de visitantes al año (unos 3.000 al día), según datos de la prensa soviética de 1940. “Recuerdo que la primera vez que toqué el cuerpo de Lenin sentí cierta repulsión. No me hallaba ante un mero cadáver. Era una figura sagrada e idolatrada por todos”, asegura el académico Ilia Zbarski.

Codo a codo con su padre y el profesor Vorobiov, Zbarski manipuló con sus propias manos el cadáver de Vladimir Ilich Ulianov, Lenin, durante 18 años, lo embadurnó periódicamente de pies a cabeza con el bálsamo secreto y estuvo a su lado en su exilio siberiano durante la invasión alemana.

Último superviviente de aquel equipo original de embalsamadores, Zbarski sigue a sus 88 años al servicio de la ciencia como consejero adjunto del Instituto de Biología Kolsov, al que acude en metro dos días por semana desde la otra punta de Moscú. Encerrado en su lúgubre laboratorio, Zbarski recuerda aquellos años junto a la momia, tiempos difíciles en los que el mínimo error se pagaba con la vida. “Entré como asistente del mausoleo cuando tenía 21 años, en 1934, un año antes de graduarme en Fisiología. Aquello suponía una responsabilidad enorme, aunque con el tiempo se convirtió en algo rutinario”.