Rodríguez Zapatero está protagonizando un final de época verdaderamente sobrecogedor. Arrollado por los acontecimientos -por imprevisión incompetente-, los sucesivos hitos de su convulsa trayectoria le estallan cuando los trata de manipular.
Le ocurrió con el Estatuto de Cataluña, le ocurrió con la recesión económica, le ocurrió cuando en abril pasado hubo de adelantar, por presión de los barones del PSOE, la comunicación pública de su renuncia a continuar en la puja por la presidencia del Gobierno, le ocurrió el domingo pasado con una debacle histórica de su partido en las elecciones municipales y autonómicas y le acaba de ocurrir cuando, después de sacrificar -como se veía venir- a Carme Chacón, la presunta salvadora de la generación zapaterista, ha tenido que entregar el poder a Alfredo Pérez Rubalcaba.
En un ejercicio de humillación más extravagante que patético, Zapatero propone a su vicepresidente como candidato a la presidencia del Gobierno aparentando que lo hace en un proceso de primarias que no será tal sino una mera formalidad huera para proclamar por adhesión a la búlgara al ministro de Interior como nuevo líder del PSOE. Pérez Rubalcaba no se enfrentará con ningún otro militante y, transcurrido el plazo estatutario, accederá a la condición de candidato socialista a las generales.
Si Zapatero no se hubiese avenido a esta condición inicial de su vicepresidente primero -secundado por la mayoría de los secretarios generales territoriales que ayer se reunieron en la Moncloa-, Rubalcaba habría tomado una de estas dos decisiones: o bien dimitir del cargo que ahora ostenta y retirarse de la política, o bien forzar la máquina e impulsar la convocatoria de un Congreso extraordinario que hubiese implicado la dimisión del presidente y la inmediata convocatoria de elecciones generales. MAS DETALLES